Orilla del mar cubierta de musgo,
musgo que esconde lo silenciado,
el ritmo decadente de una ciudad costera,
ciudad laberinto hecha voz,
canción de melancolía y calma,
trasiego y sudor.
Las huellas saben a sal
y la humedad despega la pintura
de las casas y la piel,
dejando la realidad en su desnudez más bella,
en su desequilibrio armónico,
orfandad dulce
de lo decrépito,
crujidos de madera podrida
al subir escalones,
exposición del declive más sacro.
Un espacio de canales sin salida,
de patios en la penumbra,
donde el murmullo del agua
enciende el día,
construyendo puentes hacia otros posibles veranos.