Qué mochila
esta de los días
de tarea y alarma.
Incluso la huida
se diluye ante
este umbral
de sueño y ropa desordenada.
Cómo contener
estos remolinos que se agolpan
en el reverso de las pantallas.
Somnolencia
que te acuna
sobre el ruido de fondo.
Renuncia de palabra
y hambre voraz.
Ya no hay altibajos,
los has sepultado
bajo kilómetros y caro cansancio.
Una mano invisible y fría
sobre la espalda.
La rutina autoimpuesta
para fingir que no está.
El espectador insomne
ha andado poco
(hoy también)
En sus ojos
esa luz artificial
que le pesa demasiado.
Cautivo en un laberinto de pantallas,
tan presente pero lejos.
Qué difícil es humanizar
la perfección cuadriculada
que percibo tras esa automatizada y eficiente respuesta.
Trankimazin hecho cardio:
ese temblor por sobreesfuerzo
que te libera.
Leer poemas antiguos,
de un yo ya extinto
-y ese sentimiento de vergüenza,
de exposición impúdica
ante la inclemencia de la pantalla-
El tránsito hacia la muerte,
obsesión machadiana
y de las cremas de noche
que que quieren venderte
(con péptidos).
Ahogar tanto barroco adjetivo.
Limitarse a la confianza de esas voces
que gravitan cerca.
La familiaridad
de sentir el refugio
en el otro
sin tener que hacer ningún trámite.
La ilusión ante lo certero de la palabra ajena
te ensancha,
te transporta más allá de tus propias fronteras.
Reorganizar el pensamiento
dejando cicatriz:
Un tachón que castiga y enseña,
exactamente como
cualquier experiencia memorable.
El reproche
ante lo ya finito
es un puñal
programado para repetirse.
¿Por qué me siento tan extranjera
si las paredes son las mismas?
Oír sin escuchar
un torrente de voces agotador y frenético
qué cotidiano,
qué ajeno,
qué esplendor
el del derrumbe
de esta visita en el olvido.