No hay fórmula mágica,
ni péndulo que funcione
en estos cuerpos sin barómetro.
La premisa de un texto
para esconder el huracán de habitación cerrada
que gobierna este invierno de pincelada rápida.
Los barcos se hunden a las cuatro en punto
mientras nos reímos de forma absurda,
ajenos a los cuerpos que nadan a nuestro alrededor,
degustando la tragedia
porque nuestros párpados saben
que los aviones surcan el mapa hasta que se acaba el combustible.
Este titubeo está fabricado por pájaros herrumbrosos,
comemos palomitas y se empaña el sonido del timbre.
Silenciamos los laberintos
para salvar la nostalgia,
vimos cómo claudicaba el beso
al otro lado de la pantalla,
en el margen del equilibrio.
No conocíamos la geografía
de estos páramos cenagosos,
pero acertamos a encontrar la puerta
antes de que se llenase de barro el último retrato
atrincherado en la penumbra del salón.
Aceptar el golpe para madurar:
amargos hasta endulzarnos con la edad,
temblando como melocotones antes de morir,
acariciando la noche previa a la helada,
embadurnados con estas palabras
de puzzles escudados en silencio,
opacos como me dijeron que eran los códigos...
aquellas cosas que querían decir otras cosas...
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