Para huir
necesitaste acelerar las caras,
las manos, los nombres,
los cuerpos:
todo se volvió fútil y ajeno,
se derramaban las emociones
derrumbándote el horizonte,
anestesiándote el verso.
No había otra.
Tenías que escribir y reescribir
para desdibujar la cicatriz
de tu propia historia,
esa que aún arde intermitente
más allá de los años,
en la orilla del cielo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario