La llanura
no conoce miradores.
El caballo se detiene agotado,
antes no había sueño,
su senda era clara,
no corría sobre charcos ni dunas,
desconocía la profundidad del desierto,
el desierto es una ciudad sin palabra.
Aquí no llueve
por eso las nubes tiemblan,
el caballo relincha,
acaba de ser alcanzado por una cortante nostalgia,
recuerda sentir esa suavidad de la hierba húmeda,
el rasgo de aquella tierra fértil,
la caricia de una vida distante pero tierna.
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