domingo, 9 de octubre de 2011

Buscan el absoluto
y nada sabe saciar estas prolongadas carencias.


Son los ecos,
el estudiante que mira absorto
a través del ventanal,
la catedral es un gigante dormido
donde los pájaros crean su metrópolis
y hay arcos que juegan con la luz,
pero ella nunca despierta.

Desoye el rumor de la clase,
omitiendo la cascada de palabras muertas,
fuera de la persistencia del golpe,
junto a la mujer que cavila en la plaza,
frente a la capilla de San Sebastián.

Todos los miércoles huele a incienso,
pero esta tarde es un cuerpo reticente
y el chico no es observador,
solo pasa embriagado de imágenes
y presencias claroscuras.


La mujer,
desvalida ante el rechazo de la tierra,
su figura podría ser una escultura antigua,
nadie la dibuja,
por eso su mirada se hunde entre las piedras,
no sabe dónde cerrar los ojos
ni cuándo sentirse viva,
se vierte en llamadas telefónicas,
necesita un receptor,
tiene demasiados mensajes
que en estos surcos flotan.

La mansedumbre de la tarde
esconde reflejos de hielo,
el joven percibe la respiración difícil
de la mujer hermética,
su mármol turbio
representa este falso escalón
anterior a la seda.


Quizás sea la hora. Concluye la lección.
Sale. Baja las escaleras.

No está.

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